A veces la vida se vuelve demasiado pesada.
No porque me falte fortaleza, sino porque he cargado tantas batallas que ya no quiero ser siempre la guerrera invencible. He sostenido tormentas con las manos desnudas, me he levantado de mis propias ruinas cuando todo en mí gritaba rendirse. He sabido ser mujer coraje, sí… pero hoy no me nace demostrarlo.
Hoy lo que anhelo es la ternura. Que alguien me mire con calma y me diga: “mi niña, todo va a estar bien, yo estoy aquí para sostenerte”. Hoy no quiero ser la que nunca se rompe, la que lleva la armadura aunque por dentro tiemble. Hoy me permito la verdad: también yo necesito un abrazo donde descansar.
Porque hay belleza en lo frágil, hay dignidad en lo humano cuando se atreve a mostrarse vulnerable. No siempre hay que luchar, no siempre hay que brillar, no siempre hay que responder a las expectativas que nos asfixian. A veces lo más valiente es soltar, admitir el cansancio y dejar que alguien más nos cuide.
Y sin embargo, incluso en este agotamiento, sé que en mí arde una chispa eterna. Una llama obstinada que me recuerda que puedo reinventarme una y mil veces, que no importa cuántas veces me rompa, siempre encuentro la manera de reunir mis fragmentos y volver a ser. Algo, que he aprendido a ver en los demás, y de alguna forma he aprendido a enseñar a aquellas almas hechas añicos.
Si… muchas vidas en una sola. Y por más que en mí siga latiendo la fuerza, hoy —y solo hoy— quiero bajarme de la batalla.
Hoy elijo rendirme, no es perder, es decidir, que no quiero ser heroína: quiero ser simplemente yo, vulnerable, cansada, abrazada por la esperanza que me susurra en silencio que estoy en el camino.
No quiero sonar dramatica, nada más lejos, pues tengo muchas lecciones de tanto caer y volver a levantarme. He comprendido algo esencial: la vida a menudo se desordena, los planes se rompen y todo parece girar en contra. Pero incluso en medio del caos más profundo, la esperanza nunca se extingue. Permanece en silencio, escondida en algún rincón del alma, aguardando a que vuelvas a creer.
He aprendido que no siempre necesito ver todo el camino para seguir adelante. A veces basta con dar un paso confiando en que la claridad regresará, en que la luz sabrá encontrarme de nuevo. Porque la esperanza no es lo que sucede fuera, sino lo que decido mantener encendido por dentro, esa voz interna que me recuerda que aún en la oscuridad, siempre hay algo que late hacia la vida.
Por eso hoy, me apetece compartir mi vulnerabilidad, demasiado se ha visto ya mi fuerza, ahora quiero decir “no siempre puedo ni siempre soy la más fuerte”, pero lo hago.
Y este es mi mensaje para ti, alma libre que llegas hasta este rincón porque tu luz y la mía se han reconocido en silencio, quiero regalarte estas palabras.
Sé lo que es sentirse atrapada por la urgencia de hacerlo todo a la vez, de responder a expectativas que no siempre son tuyas, pero que se clavan como un peso sobre los hombros. Conozco esa voz que insiste en que hay que ser incansable, productiva, irreprochable, como si el amor que merecemos dependiera de nuestra capacidad de rendir. Y sé también lo cruel que puede ser ese engaño.
He aprendido —a costa de mis propias heridas— que esa presión no nos hace más fuertes, solo nos roba la ternura con la que deberíamos tratarnos. Y porque no quiero que cargues con el mismo sufrimiento que yo he conocido, te lo digo con todo mi corazón: pedir ayuda no te hace débil. Reconocer tu cansancio no te quiebra, te humaniza. Y en esa humanidad hay una belleza más grande que cualquier perfección.
Permítete detenerte. Descansa cuando lo necesites. Avanza paso a paso, sin la prisa que desgasta, con la calma que sostiene. Y, sobre todo, sé infinitamente amable contigo. Tu paz, tu salud mental, tu sosiego interior, valen más que todos los logros acumulados.
Si algo deseo con estas letras, es que nunca olvides esto: cuidarte es un acto sagrado, y proteger tu luz será siempre la forma más pura de amor propio.